No sé en qué estaba pensando cuando traté de escapar de mi Ama Susi. ¿Realmente creía que iba a estar mucho tiempo libre? ¿Acaso mi Dueña podía dejar impune semejante comportamiento? Si alguna vez pensé que mi libertad duraría, debía de estar loco. Nadie puede escapar de esta Diosa Dominadora que, entre otras cosas, es una experta cazadora de esclavos. Antes de entrar al servicio de Ama Susi fui esclavo de Ama Eva durante años, y había conseguido ganarme su confianza. Esta fue una de las razones por las que mi antigua Propietaria me cedió, junto a otros esclavos y esclavas, a su querida Susi, para que Ella formara un gran establo de siervos en su casa de campo. Al igual que en el Reino de Eva, Susi me utilizó como siervo doméstico, un papel poco relevante, aunque menos incómodo que el de los esclavos destinados a probar nuevas torturas. No sé si fue morriña de mi antigua Ama, o algún trastorno provocado por el cambio de escenario. Viéndolo ahora, creo que fue una locura aprovecharme de la confianza de mi Ama para traicionarla. Sé que éste es quizá el delito que voy a pagar más caro. He saboreado la libertad durante unas pocas horas, y ahora me veo de nuevo encadenado en el sótano más profundo, en el calabozo más oscuro del reino de dominación de mi Señora Susi. He permanecido un día entero encerrado en una estrecha jaula en la que sólo puedo estar de pie. Embutido en látex negro de pies a cabeza, con grilletes en pies y manos, las ataduras sólo sirven para acentuar mi sometimiento, pues dentro de la pesada jaula de acero no puedo moverme. Todavía no he visto a mi Dueña: tras capturarme, Ama Susi me bajó directamente a los calabozos y me metió en esta jaula. No me ha dicho ni una sola palabra. Se ha limitado a prepararme para el castigo que me espera por mi atrevimiento.
La fuga resultó relativamente fácil. Vestido con mi uniforme de látex de criado, mi única atadura eran unos grilletes en los tobillos. Aprovechando un descuido de una de las guardianas (una exuberante esclava de confianza cazada por la propia Susi), conseguí hacerme con las llaves, me quité las esposas y me escabullí discretamente. En cuanto me alejé un poco, me lancé a correr por los bosques que rodean la mansión de campo de mi Dueña. Por alguna tonta razón pensé que una vez escondido entre los árboles estaría seguro. Qué idiotez. ¿A dónde pensaba ir? No tenía dinero, ni medio de transporte, ni un destino seguro. Vestido íntegramente de látex negro, con botas de tacón alto aseguradas con candados, la cabeza cubierta por una máscara de látex… ¿Dónde iba a presentarme con esa pinta? ¿Qué explicaciones iba a dar? Lo más seguro es que acabara encerrado en un manicomio. Sin embargo, ahí estaba. Agazapado entre la espesura, como un animal, pensando en un futuro libre… Qué vanos son los delirios de los esclavos: apenas habría pasado una hora de mi fuga cuando me di cuenta de que el dispositivo de captura desplegado por mi Dueña me pisaba los talones. Oí ruido de motores, ladridos de perros, voces de mando… De algún modo supe en ese momento que no tenía escapatoria posible, pero temiendo el atroz castigo me lancé a una carrera desesperada. Me alejé de donde estaba subiendo por la ladera, intentando ganar las alturas, como si fuera a estar más a salvo sólo por estar más arriba. Los tacones me incomodaban sobremanera. Me costaba muchísimo avanzar. El mono de látex, ceñido a mi cuerpo, me sofocaba, y la máscara me impedía respirar bien.
Tenía en todo instante la sensación de que los destellos del látex, pulido hasta la extenuación, acabarían por delatarme. Mientras tanto mis perseguidoras se acercaban. Los perros de presa habían encontrado mi pista, y sólo era cuestión de tiempo que me alcanzaran. Sobre los ladridos destacaban las voces de mis perseguidoras, que reconocí de inmediato: eran dos esclavas de confianza a las que conocía muy bien por la crueldad con que me aplicaban los castigos ordenados por mi Señora. Agotado, conseguí encaramarme a una roca y, desde allí, eché un vistazo por encima de los árboles. Allí estaban las dos esclavas guardianas, con sus uniformes de cuero negro, sus botas de montar y sus látigos, corriendo detrás de los perros que, inexorablemente, seguían mi rastro, acercándome sin piedad a un futuro que intuía muy doloroso. Tras ellas avanzaba, majestuosa sobre su esbelto alazán negro, una mujer escultural: mi Ama Susi, embutida en su traje de Cazadora de esclavos, de cuero negro y metal plateado. Su atuendo era espectacular, y no pude evitar cierta excitación al verla, incluso teniendo en cuenta lo desesperado de mi situación. Ama Susi, famosa por su eficacia como cazadora, y también por su inflexible severidad en los castigos, estaba sobre mi pista. Al verla sobre su caballo, dirigiendo con total tranquilidad a las dos esclavas rastreadoras, supe que mis esperanzas de fuga eran nulas.
Aunque todavía estaban lejos, pude apreciar los detalles del vestuario que ceñía las curvas perfectas de mi Propietaria: el mono de cuero era similar al de las esclavas, pero más ajustado si cabe y cubierto de pequeñas tachuelas muy afiladas. Por todas partes relucían como la plata los adornos metálicos: pesados brazaletes en las muñecas y por encima del codo; un ancho aro de plata en el cuello, y otros arreos similares en los tobillos y los muslos. El hierro niquelado le apretaba la carne firme y dura, creando un siniestro y hermoso contraste con la tersa negrura del cuero. En la cintura, a juego con el conjunto, se veía un ajustado cinturón metálico del que colgaban sus herramientas de cazadora: esposas, comunicador de radio, porra eléctrica… Calzaba unas magníficas botas altas de cuero negro, cubiertas de hebillas, con esos altísimos tacones de aguja que se habían clavado en mi cuerpo más de una vez. Sus finas manos enguantadas empuñaban con firmeza un látigo corto pero grueso, de cuero trenzado, muy amenazador. Su hermoso rostro iba cubierto por una extraña máscara plateada, aunque desde mi posición no podía ver bien los detalles de la misma. Lo más inteligente habría sido entregarme en ese mismo momento. No me habría librado del castigo, pero tal vez podría haber optado a cierta compasión.
En lugar de eso me dominó el pánico y proseguí con mi loco proyecto de fuga, lo que me condenaba de hecho a una corrección dura, prolongada y sin piedad. Aquellos últimos momentos de libertad no pude saborearlos, tal era el terror que me embargaba mientras corría enloquecido hacia mi perdición. Escuchaba los ladridos cada vez más próximos. Podía oír la respiración agitada de los perros, rabiosos por clavar sus dientes en mi carne de esclavo. Casi notaba cómo desgarraban a dentelladas mi piel y el látex que la cubría. No me extrañaría que mi Ama hubiera dado a sus esclavas la orden de matarme de la manera más cruel posible. Aunque… No, sin duda querría disfrutar ella misma del castigo. Tras mi captura sería encerrado en un calabozo y sometido a torturas imaginativas (en esto mi Ama es una artista), interminables, con toda seguridad ante los demás esclavos, para servir de escarmiento. El aliento de mis perseguidoras me acechaba. No tenía la más mínima posibilidad. La espesura, lejos de ser un escondite, entorpecía mis pasos. Me caía constantemente, estaba lleno de heridas y agotado. Desesperado, me escondí en un hueco entre las rocas, cerrando los ojos como si fuera un avestruz, pensando que si yo no las veía, ellas no me verían a mí. Entonces no me daba cuenta de lo idiota que puede llegar a ser un esclavo.
Supongo que esta es la principal razón por la que nos vemos sometidos a esos seres superiores que son las Mujeres Dominadoras. La partida de caza de Ama Susi se acercaba. En ese momento experimenté una extraña calma. Una vez detenido y trasladado al calabozo, aceptaría mi destino de esclavo, por doloroso que fuera. Esta idea me calmó y me dio fuerzas para aguantar lo que fuera. Permanecí quieto en mi escondite. Las voces de mando de Ama Susi, el ruido sordo de los cascos del caballo, los ladridos, las risas de las esclavas, que sin duda podían oler mi miedo… Estaban a un paso. Me preparé para mi captura inmediata. Sin embargo, y para mi sorpresa, la partida pasó de largo, siguiendo una pista falsa. No me lo podía creer. Los ladridos y las voces de las esclavas se fueron alejando poco a poco, hasta perderse. No sé cuánto tiempo transcurrió, pero cuando me decidí a salir de la grieta me dolían los músculos por la tensa inmovilidad. Ya no se oía nada. Los ladridos se apagaron en la distancia. Pero el silencio era aún más estremecedor. ¿Qué podía hacer? Incluso despistando a mis perseguidoras, no podría seguir con este juego mucho rato: tenía los pies destrozados después de tanto andar por el monte con tacones de aguja, y mi uniforme estaba lleno de desgarros.
Tras pasar tanto calor por culpa del látex, ahora tenía miedo al frío de la noche. Preocupaciones vanas: aún soñaba con la libertad, cuando escuché la voz irónica de mi Dueña y Señora. -¿Quieres que te acerque a algún sitio, esclavo? Pareces cansado.- Me di la vuelta y allí estaba. Ama Susi, soberbia amazona en su altísimo caballo negro, balanceaba su látigo con indolencia. Pude ver su sonrisa sarcástica, sus labios de un severo tono rojo oscuro, bajo el borde de la máscara metálica. Qué tonto, pensar que habían perdido mi pista. Mi Ama sabía perfectamente dónde estaba escondido. En todo momento. Sólo se había reído de mí, me había dado una falsa esperanza para hacer más cruel mi captura. No tenía sentido resistir, pero el miedo al castigo me dominó: me di media vuelta y empecé a correr otra vez, torpe y dolorosamente. No pude dar ni dos pasos: un lazo de soga, expertamente manejado por mi Ama, enganchó mi cuello. Un brusco tirón y me vi en el suelo, el lugar que me corresponde. Mi Señora Susi me había cazado en el sentido más literal del término.
El juego había acabado. Rendido a su poder, me pues de rodillas y me arrastre hacia ella. Vista desde mi posición, yo de rodillas, Ella sobre su montura, resultaba todavía más espectacular y daba más miedo. Su atuendo de cuero negro era al mismo tiempo fantástico y aterrador. Sin embargo, lo que más llamaba la atención era el casco que cubría su hermosa cabeza. Porque era casco, y no máscara, como me había parecido desde lejos. De metal plateado, era tan pulido y deslumbrante que podía verme reflejado en su superficie. Dos estrechas ranuras a la altura de los ojos dejaban entrever un brillo furioso en la mirada de mi temible Dueña. El relieve del frontal, que emulaba los rasgos de un ave mitológica, recordaba un poco los antiguos cascos de guerra griegos, pero con un aire inequívocamente femenino. La cimera del casco se extendía hacia atrás, en forma de alas estilizadas, puntiagudas, resplandecientes. Era la corona de una Diosa. Todo realzaba el poder de mi Ama. Bajo el casco, el collar metálico mostraba como adorno dos letras «S» entrelazadas… Era el emblema de Susi, el signo de mi sumisión. No dejó de blandir su látigo mientras yo me arrastraba, aterrorizado, ante su esplendorosa figura. Llegue a sus pies. Sus botas me deslumbraban. No lo dudé: con toda mi sumisión saqué la lengua para abrillantarlas, sin olvidarme de sus crueles espuelas de plata, enormes estrellas repletas de finas púas. Ella se dejó hacer hasta que regresaron las esclavas con los perros, en silencio (pude ver cómo sonreían).
Cuando Susi consideró que sus botas estaban lo bastante limpias, me sacudió un terrible golpe con el látigo, sin decir nada. Abrí la boca por primera vez, para suplicar piedad. Los perros empezaron a ladrar, achuchados por las guardianas, que ahora se reían sin tapujos. Ama Susi dijo algo, pero no conseguí entenderlo. No tuve tiempo para mucho más. Los perros de presa empezaron a morderme: en los brazos, en las piernas… Notaba como el látex se desgarraba a la vez que mi piel. Curiosamente, lo único que me preocupaba en ese momento era que mi sangre de esclavo no manchara las botas de mi Dueña, así que me arrastré por el suelo, bajo los cascos del caballo. Ama Susi tal vez se dio cuenta, porque tuvo un detalle piadoso conmigo. Ordenó a las esclavas que dejaran de achucharme los perros (obedecieron de mala gana) para ponerme en pie. Sin más palabras, me ataron las manos a la espalda y emprendimos el camino de regreso. Mi Ama delante, dando tirones de la cuerda que oprimía mi cuello, sujeta al pomo de la silla de montar. Yo en medio, caminando a duras penas, respirando con dificultad por la presión de la cuerda en mi cuello. Y cerrando la comitiva, las dos esclavas con sus perros, haciendo bromas sobre mí y sobre el castigo que me espera. Llegamos a la furgoneta. Las esclavas encerraron a los perros en sus jaulones y luego hicieron lo mismo conmigo. Oprimido en la estrecha prisión de acero vi cómo mi Ama volvía grupas y se alejaba hacia la casa.
Fue lo último que vi. Una de las esclavas guardianas sacó de su cinturón el aturdidor eléctrico y aplicó en mi cuello una descarga que me hizo desmayarme. Supongo que a continuación me llevaron a casa de mi Dueña y me encerraron en los calabozos del último sótano. Imagino que fue así, pero no lo sé con seguridad, porque no me desperté hasta mucho rato después, ya cruelmente aprisionado en esta trampa de hierro que me impide moverme y me hiere por todas partes. He debido de pasar horas metido en esta jaula, esperando oír por fin ese taconeo que se acerca a mi prisión. Por el tiempo que paso escuchándolo, acercándose poco a poco, intuyo que mi Ama me ha hecho encerrar en el sótano más profundo, en el territorio del dolor que ha destinado a los esclavos que deben sufrir los peores castigos. Yo nunca había estado aquí antes. La puerta de la sala de tortura se abre, se encienden las luces y veo la figura de Ama Susi. Se ha cambiado de atuendo, y aparece tan espectacular como castigadora. La pieza principal de su ropa es un body de charol negro, de cuello alto, sin mangas, con una cremallera que lo recorre en toda su extensión, desde el cuello hasta la entrepierna, y desde allí, subiendo de nuevo por la espalda, hasta su perfumada y suave nuca.
El body tiene tachuelas puntiagudas sobre el monte de Venus y en los pechos, y lo rematan unas hombreras de metal, como alas. Ya sé que no es momento para pensar en esto, pero se me ocurre que follar con ese atuendo debe de resultar muy doloroso… para el otro amante, cuyas carnes serán rotas una y otra vez por las puntas afiladas. Ojalá fuera eso lo peor que me esperara. Aparte del body, Ama Susi calza unas botas por encima del muslo, de charol negro deslumbrante, ajustadas con largos cordones rojos. Puntiagudas y afiladas, éstas sí tienen altísimos tacones que acentúan el aspecto dominante de mi Ama. En el rostro lleva una máscara negra de gata, también de charol. Le da una imagen cruel y desenfadada al mismo tiempo, aunque la mirada de Susi tras la máscara no me deja lugar a dudas: me espera un universo de dolor. Y puedo imaginarme en qué va a consistir mi tortura, porque mi preciosa Ama completa su uniforme de castigo con unos guantes como no he visto nunca. De cuero negro muy brillante y pulido, sumamente ajustados, le cubren hasta la mitad del brazo. Lo singular son las garras metálicas que los adornan. Son auténticas púas de hierro niquelado, muy afiladas y duras, de aspecto francamente peligroso. Diez dardos de acero que anuncian mi tormento. -Te has portado muy mal, esclavo– me dice, mientras me escupe en los ojos. -No sabes la gravedad del error que has cometido, pero yo te enseñaré. Me has hecho ponerme furiosa, y eso no me gusta. No sólo has intentado escapar de Mí, sino que has engañado a una guardiana, la cual ha sido severamente castigada por tu culpa. Y, sobre todo, traicionándome a mí has traicionado la confianza de años que Eva tenía puesta en ti.
Eso también tendrá consecuencias, no lo dudes.- Me pongo a temblar al escuchar a mi Ama. Su voz es dulce, muy femenina y cálida, pero al mismo tiempo inflexible y severa. No está bromeando. Se acerca a mi jaula y me acaricia con las garras: las noto afiladas como cuchillas. -Vas a pasarlo muy mal, pero aún así me darás las gracias por dejarte vivir. Mi querida Eva me propuso hacer un escarmiento contigo. Quizá enterrarte vivo en un hormiguero, delante de los demás esclavos, y dejar que las hormigas te devoraran vivo durante interminables días de dolor…- Se ríe con una risa fresca, cristalina, que rebota de manera aterradora en los húmedos muros de la sala de tortura. Como anticipo a lo que sigue, me azota varias veces con su látigo corto a través de los barrotes. El efecto es devastador: los golpes son contundentes, como si te pegaran con una porra, pero al mismo tiempo noto la quemadura característica de los latigazos. Me pega hasta que se cansa. Mi viejo uniforme de látex está hecho un harapo a estas alturas. Ama Susi sigue hablando como si no pasara nada, despreocupada de mi sufrimiento: -Tal vez debiera entregarte a la esclava de confianza a la que engañaste.
Eso estaría bien. La pobre chica ha recibido una paliza tremenda, y creo que está deseando mostrarte su agradecimiento… Pero ella no sería tan dura como yo voy a serlo contigo. – Arranco de nuevo a temblar, esta vez con más fuerza. Ama Susi abre la jaula y me pone en el centro de la sala de tortura. Engancha los grilletes de mis manos a una cadena que cuelga de una polea en el techo. Pulsa un botón y empieza a subirme hasta que quedo en una posición tensa, suspendido de las esposas, con las puntas de los pies apenas apoyadas en el suelo. A continuación suelta los grilletes de mis tobillos y ata mis piernas, bien abiertas, a sendas argollas en el suelo, muy separadas. Ahora cuelgo como una morcilla sangrienta. La postura es horrible. -¿Estás cómodo, esclavo? Eso espero, porque vas a pasar así mucho, mucho tiempo. Si algo te molesta, dímelo. Con toda confianza.- Mientras dice esto, empuja dentro de mi boca una enorme mordaza de bola, que asegura con una maraña de correas alrededor de mi cabeza.
Me mira a los ojos. Veo los suyos, misteriosos, hipnóticos. Una sombra oscura adorna sus párpados, lo que contribuye a aumentar la profundidad de su mirada. Me acaricia la cara. Apoyo mi mejilla contra su mano y entonces comienza la verdadera tortura. Aprieta su mano derecha sobre mi pecho y abre cinco surcos sangrantes en mi piel. Eso no es todo: sin sacar las garras metálicas de las heridas abiertas, siento una brutal descarga que me corta la respiración. Las garras están electrificadas. Es un instrumento de tortura diabólico, digno de la imaginación depravada de la preciosa Susi. -Eso no te lo esperabas, ¿verdad, perro? Sí, esclavo, lo vas a pasar mal, pero que muy mal conmigo– da relieve a sus palabras clavando un poco más las cuchillas. Puedo ver el futuro: el tormento durará días, tal vez semanas de dolor y humillación interminables. Cuando Susi acabe conmigo no seré más que un amasijo de carne sangrante, repleta de cicatrices quemadas por las descargas eléctricas. Y eso si sólo me tortura con esas garras maléficas. A cualquiera que contemplara el dulce aspecto de Susi (a pesar de su atuendo de Dominadora) y escuchara su suave voz le costaría creer que en realidad sea un Ama tan dura.
Yo, sin embargo, he vivido como esclavo mucho tiempo y no me fío de las apariencias. Las más guapas, femeninas y dulces… son las más malvadas. La hermosura del Ama Susi sólo será un tormento más. -Te recomiendo que no planees fantasías en tu gorda pero vacía cabeza, esclavo. Esto es sólo el principio. No te imaginas la que te espera: cuando acabe contigo seguramente pensarás que morir habría sido mejor. Sin embargo, no vas a tener esa suerte. Cuando me canse de torturarte, vendrá Eva a culminar la tarea, porque también la has ofendido a Ella.- Una vez más siento que mi mundo interior se derrumba. Eva debe de estar furiosa por mi traición, que la ha dejado en mal lugar ante su adorada Susi. Y yo sé muy bien de qué es capaz la gloriosa Eva. -Noto tu miedo, esclavo, y haces bien. ¿Conoces el juego del poli bueno y el poli malo? Seguro que sí. Pues en este caso, el poli bueno soy yo. Vas a aprender cuál es tu lugar en el mundo, perro traicionero.
Y ahora, vamos a empezar: procura no mancharme con tu sangre, o será peor…- Con una sonrisa gélida, se acaban las palabras y empieza la auténtica tortura. Sin embargo, me siento agradecido a mi Ama: por permitirme vivir, por ser Ella misma quien administre el castigo y, ante todo, por el tesón que pone en enseñarme. En medio del dolor, comprendo, aunque sea tarde, que el único fin del esclavo es servir a su Dueña y Señora. Lo demás, son tonterías.
Esto es todo por hoy.
Esperamos que os haya gustado.
No olvidéis comentar y compartir esta entrada en vuestras redes sociales. Es un minuto y ayuda inmensamente a la web.
No Comments