La noche caía sobre la Serenísima cuando el caballero salió de su casa dispuesto a perderse por las calles de la ciudad, iluminado sólo con la luz de un candil.
Había rechazado inconscientemente la compañía de su fiel criado y nada más dar unos pasos se arrepintió de esa decisión irracional y precipitada. Múltiples peligros podrían acecharle en una noche de Carnaval y sólo tenía para defenderse un puñal bien oculto entre sus puños de encaje blanco. Tricornio, tabarro y baúta, todo negro, contrastaban con ellos y con la máscara de cuero blanco que le cubría la mitad del rostro. En las manos, guantes de piel del mismo color y las piernas cubiertas de finas medias; debajo se intuía más que se veía un delicado traje de seda ocre con estampados grises. Balanceaba al caminar un bastón de delicada empuñadura de plata mientras con la otra sostenía la única luz de la calle.
A lo lejos se oía el rumor de una fiesta, las risas pícaras de las cortesanas que se ocultaban de la luz de la luna en palacios o en góndolas suntuosas que surcaban lentamente las aguas del Gran Canal. Venecia era una ciudad creada por Dios para el amor, donde los impulsos de la carne se vivían con naturalidad amparados en la noche o en la privacidad de las casas, mientras que de día se fingía respetabilidad. Pero al caballero le constaba que no había nadie, ni siquiera el Dux, que no frecuentara a esas damas que no sólo ofrecían placeres para el cuerpo sino que sabían hablar de arte, de política o de poesía. Sólo unos pocos caballeros, aquellos que pretendían vivir nuevas aventuras al límite, acudían de vez en cuando al Puente de Rialto a buscar a aquéllas otras, las cortigianas di lume, prostitutas al uso que no sabían ni siquiera leer.
No celebraba ninguna fiesta en su elegante palacio a orillas del Canal; tampoco iba a asistir a ninguna. Llevaba bien guardada una nota, escrita sin duda por una dama por la pulcritud de la letra, en la que le citaba en un determinado punto a medianoche de ese día de febrero, sin especificar el motivo ni la identidad de la emisora. Pero Alfredo Cavallieri necesitaba continuamente saciar su curiosidad. Por ese motivo conoció el sexo siendo muy joven. Espiaba todos los movimientos de las criadas de casa de su padre desde que tenía cinco años y un buen día, siendo algo más mayor, descubrió a una de ellas haciendo movimientos oscilantes sobre el cuerpo de un mozo mientras ambos emitían quejidos que al muchacho le parecieron entonces de sufrimiento. Con el paso de los años se dio cuenta de que sólo gozaban. Y mucho. Desde entonces le cogió el gusto a observar detrás de las puertas entreabiertas los cuerpos desnudos de las criadas.
Un buen día, habiendo ya madurado un poco, se sorprendió al ver que cierto punto de su anatomía sufría un cambio más que evidente cuando las miraba. Luego todo fue sencillo.
Se llamaba Fiammeta, le doblaba la edad y tenía un busto tan generoso que al hundir su cabeza en él para cubrirlo de besos creía que le iba a faltar el aliento de un momento a otro. Ella le enseñó que podía hacerle gemir como lo hacía el mozo años atrás y demostró tener recursos suficientes en la cama para que un despierto Alfredo se convirtiera con sus enseñanzas en todo un experto.
Como decimos, pues, era curioso pero sólo en el amor porque en los negocios imperaba la prudencia, motivo por el cuál la fortuna heredada de su padre se multiplicó en poco tiempo.
Tenía fama en la Serenísima por ser culto, elegante y distinguido, un hombre honrado que tenía un punto seductor para las damas. Ricas o pobres, criadas o señoras, caían rendidas a sus pies. Dotado de galantería y un gusto exquisito, no marchaba nunca del lecho de una de sus amantes sin dejar antes sobre él una rosa roja a modo de agradecimiento. Nada sería penoso; dinero tratar a la mujer de ser una cualquiera; una rosa le parecía el detalle justo. Y si la mala fortuna quería, y lo quería muchas veces, que no dispusiera de ninguna en ese momento, en pocas horas ella recibía su premio multiplicado por cinco.
Alejándose del Gran Canal se adentró en zonas de la ciudad muy poco concurridas sin perder nunca su buen sentido de la orientación. Seguía las indicaciones de la desconocida, ansioso por saber ya qué le depararía la noche. Si se comportaba como una amante, la amaría; si, por el contrario, pretendía su mal, el puñal que llevaba tan bien guardado y que nunca se apartaba de él haría lo que tuviera que hacer.
Atravesó un pequeño canalito viendo a lo lejos el farolillo de una góndola. Pero cuando se apartó unos pasos no quedó más luz que la suya ni más sonido que el producido por los tacones de sus zapatos negros sobre los adoquines. Venecia parecía esa noche más misteriosa que nunca.
Continuará.
Esto es todo por hoy.
Esperamos que os haya gustado.
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